Fuego y luz.

El año pasado, organicé varios encuentros singulares entre un lama tibetano y un abad benedictino, que dieron como resultado un libro en dos partes sobre el camino espiritual en el budismo y el cristianismo.<sup>1</sup> Este intercambio cálido y enriquecedor me permitió formarme una opinión más precisa sobre lo que une y separa a estos dos grandes caminos espirituales. Los prejuicios y las visiones caricaturizadas presentes en muchas mentes tienden a mantener la idea dominante de una diferencia radical entre estas dos tradiciones. Es cierto que existen, y volveremos sobre ello, ciertas divergencias profundas. Pero, como ha demostrado este diálogo, los puntos de coincidencia son mucho más numerosos de lo que se suele pensar. Identificaré cinco grandes polos de convergencia. El primero se refiere a la situación existencial del hombre: para ambos lados, esta vida se considera decisiva, con un gran interés: la salvación o liberación que debe alcanzarse y por la que el hombre está invitado a dedicar esfuerzos significativos. La muerte también se considera un momento crucial para el que el hombre debe prepararse, un paso a otro modo de existencia, condicionado por las acciones realizadas en esta vida. Si bien surgen ciertas divergencias respecto a los diferentes modos de existencia en esta vida futura, en ambas tradiciones encontramos las nociones de estados de dicha y de infelicidad, con la posibilidad de acceder finalmente a un estado de beatitud suprema más allá de toda representación y de toda palabra (nirvana o visión beatífica).
El segundo polo de convergencia, el más importante, se refiere al camino espiritual y, más precisamente, a las disposiciones internas necesarias para que el hombre alcance esta salvación o liberación. El monje y el lama coinciden, pues, en la necesidad de liberar la mente de las múltiples perturbaciones y distracciones para crear un verdadero «espacio interior». En la utilidad de la práctica de la meditación para crear este silencio interior y las condiciones para tomar distancia, distanciándonos de todo lo que nos perturba. En la necesidad de abrir el corazón al Absoluto, de desarrollar un estado de abandono, de confianza, de dejarse llevar. Sobre la naturaleza decisiva de la intención altruista en toda práctica espiritual, esta motivación amorosa que busca expandir el corazón hasta las dimensiones del universo, negarse a ser feliz sin los demás y poner, en última instancia, el amor y la compasión como fuente y meta suprema de toda actividad espiritual. Desde esta perspectiva, el orgullo, la arrogancia y el repliegue en uno mismo en detrimento de los demás se perciben, por ambas partes, como los principales obstáculos para la realización espiritual. Por otro lado, se hace un fuerte énfasis en la necesidad de una "reconexión" con un principio superior capaz de ayudar al hombre a crecer y superarse a sí mismo. Esta noción de influencia espiritual, de gracia, es fundamental tanto para el cristianismo como para el budismo del Gran Vehículo. Esto reduce considerablemente la brecha entre una concepción del cristianismo donde la salvación dependería únicamente de la gracia y una concepción limitada del budismo, donde el camino espiritual dependería únicamente del esfuerzo humano, sin mediación ni recurso a apoyo espiritual externo. Obviamente, persiste la brecha en el origen último de la gracia: por un lado, el don de la vida divina del Creador; por otro, la influencia positiva de los seres "despiertos" y un proceso de identificación con sus cualidades. El discurso del monje y el lama sobre lo que la tradición cristiana llama "las pasiones" y el budismo "las emociones" también es muy similar. La idea central no es reprimir estas pasiones o emociones, sino reconocerlas, identificarlas y realizar un trabajo espiritual que permita transformarlas (lo cual concuerda con el concepto freudiano de sublimación). Finalmente, encontramos una concepción muy similar de la felicidad, de cómo debe buscarse sin constituir un absoluto en esta vida, así como del sufrimiento, que nunca debe buscarse por sí mismo, sino que, experimentado de cierta manera —aquí las concepciones pueden divergir considerablemente— puede servir como trampolín para el progreso espiritual.
Tercer polo de convergencia: la exigencia ética. El budismo y el cristianismo son dos religiones éticas que proponen numerosas reglas para la acción humana. Los diez actos negativos y positivos del budismo evocan los diez mandamientos bíblicos, y ambas posturas insisten firmemente en la necesidad de respetar la vida, lo que lleva a una condena inequívoca del aborto como acto grave. El discurso sobre valores es muy similar y se polariza —con diferentes trasfondos metafísicos— en torno a la idea central del respeto y el amor al prójimo.
El cuarto polo de convergencia es la importancia de la tradición. Ambos oradores insisten en que la búsqueda espiritual debe arraigarse en una tradición. La idea central es tanto la del aprendizaje con un maestro o en una escuela espiritual (como una orden monástica) como la de una comunidad —la sangha o la Iglesia— en la que el hombre progresa de forma más beneficiosa que si permanece aislado. Recuerdan la importancia de la coherencia interna de una religión y el peligro de la selección selectiva o la experimentación entre varios sistemas.
Finalmente, el quinto polo de convergencia es la relación del hombre con el Absoluto. Las concepciones del Absoluto son diferentes —y hablaremos de ello enseguida—, pero me impresionaron las asombrosas similitudes que existen entre los budistas de los Grandes Vehículos y los cristianos al considerar que el hombre participa, por naturaleza, de este Absoluto y que, mediante su aproximación y la gracia, tiende a «realizarlo» o «alcanzarlo». Lama Jigmé explica que todo hombre posee «la naturaleza del Buda» y que sus esfuerzos espirituales tienden a realizar plenamente, al disipar los velos de la ignorancia, su verdadera naturaleza. Dom Robert recuerda que todos los hombres son «participantes de la naturaleza divina» y que el objetivo último del camino espiritual cristiano es también disipar todos los velos y obstáculos que impiden al hombre vivir plenamente esta vida divina. En una mirada fenomenológica al camino que lleva al hombre a realizar o alcanzar este Absoluto, también podemos subrayar la asombrosa afinidad entre las tres virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad y los tres pilares del camino tibetano de los que habla Lama Jigmé. Así como el cristiano está imbuido de la fe en Dios, que lo lleva no solo a creer en su existencia, sino también a reconocer en Él ciertas cualidades: amor, omnipotencia, omnisciencia, etc., el budista está imbuido de «deupa», que el Lama define como una «fe sólida» que le permite reconocer las cualidades del Buda y de la Iluminación. Así como el cristiano desarrolla la virtud de la esperanza, que le hace albergar la esperanza de participar plenamente algún día en la vida divina y lo sostiene a lo largo de las dificultades del camino espiritual, el budista tibetano desarrolla «meugu», una firme aspiración a alcanzar la Iluminación. Así como el cristiano dice que está "llevado" por el amor divino y tiende hacia la plena realización de este amor, el budista tibetano afirma que se apoya en "djampa-nyindjé", el amor y la compasión, para desarrollar todas las demás cualidades espirituales y considera la compasión como la cualidad esencial de la Iluminación.

Todos estos puntos de coincidencia o similitudes, y podrían mencionarse otros, no deberían, sin embargo, ocultar algunas profundas divergencias que aparecen con mucha claridad durante este diálogo.
La primera de ellas se refiere, obviamente, a la propia comprensión del Absoluto. Los cristianos, siguiendo a los judíos, creen en un Dios personal y creador. El Absoluto de los budistas es mucho más impersonal y resulta totalmente ajeno a esta noción de creación. Ciertamente, como señalan ambos interlocutores, el budismo no niega explícitamente la existencia de un Dios creador y, sin duda, se puede hablar del budismo como una vía apofática (es decir, que guarda silencio sobre este tema). No obstante, la noción bíblica de una fuente, un Dios creador, que existe independientemente de su creación, es ajena al budismo. Esto da como resultado una forma existencial muy diferente de conectar con lo Absoluto: por un lado, la oración cristiana, que se experimenta como un diálogo entre la criatura y el creador, y por otro, la meditación budista, que permite trabajar el espíritu humano sin ninguna relación con el «Otro», aunque, como se acaba de mencionar, la noción de «retransmisión» con «seres despiertos» compensa de alguna manera esta ausencia de alteridad.
La definición que ambas partes dan del hombre se deriva directamente de esta comprensión de lo Absoluto. Mientras que el budismo concibe al hombre como producto de un evolucionismo natural cuyos orígenes primarios siguen siendo bastante vagos, el cristianismo lo considera una criatura divina, la única que posee un espíritu o alma espiritual que le permite retornar a su creador.
En cuanto a la cuestión del mal y su origen, la situación es casi la opuesta. Mientras que el budismo ofrece una explicación causal lógica y profusamente desarrollada —la ley universal del karma—, los cristianos guardan un silencio casi absoluto al respecto y se refieren, a través del mito del pecado original, al misterio del acto creativo frente a la libertad humana.
En cuanto a la cuestión del más allá, si bien hemos podido observar algunos puntos importantes de convergencia, persiste un punto fundamental de desacuerdo. Los cristianos afirman firmemente que cada ser humano vive solo una vez y que luego es juzgado y recompensado según sus méritos. La recompensa suprema es, además, la participación plena en la vida divina: la visión beatífica o Vida Eterna. Los budistas, por su parte, están convencidos de la existencia de múltiples vidas —aunque la cuestión de qué transmigra de una vida a otra sigue siendo muy compleja y objeto de intensos debates, incluso dentro de las diferentes ramas del budismo— y creen que el ser humano solo puede alcanzar la Iluminación al final de un largo camino.
Este diálogo ha puesto de relieve otras dos diferencias fundamentales. En retrospectiva histórica, observamos que el budismo ha puesto un gran énfasis en la superación personal y la autotransformación, mientras que el cristianismo, sin descuidar esta dimensión (al menos hasta hace poco), también ha desarrollado numerosas obras caritativas y educativas, respondiendo al imperativo de transformar el mundo. La pregunta, muy difícil de responder, es hasta qué punto esta diferencia se debe únicamente a distintos condicionamientos espaciales e históricos, o si también proviene de divergencias metafísicas entre ambas religiones. En otras palabras, ¿es la concepción de un Absoluto como un Dios personal y creador, encarnado en la persona de Cristo para manifestar su amor por todos los hombres, la fuente fundacional de un profundo impulso transformador del mundo, que no solo llevará a miles de personas a dedicar sus vidas a los más pobres o a fundar todo tipo de instituciones benéficas, sino que también generará las nociones —hoy secularizadas— de justicia social y derechos humanos? Personalmente, respondería afirmativamente. La
última gran divergencia se refiere a la forma en que el budismo y el cristianismo se relacionan con otras religiones y al proselitismo que de ello se deriva. El Lama insiste en que cada religión o camino espiritual de la humanidad es igual en dignidad —aunque los medios diverjan—, y que cada una puede conducir a los hombres a la Iluminación. Por otro lado, el Monje ha recordado constantemente la postura católica, que postula la preeminencia del cristianismo sobre otras religiones, aun cuando la Iglesia reconoce fragmentos o semillas de verdad en otros ámbitos. Si bien el tono y las formas han evolucionado, la postura actual de la Iglesia con respecto a las religiones en general y al budismo en particular sigue siendo fundamentalmente la misma que la del Papa Clemente XII, quien escribió al Dalai Lama en 1738: «Tenemos la motivada esperanza de que, por la misericordia del Dios infinito, llegará a comprender claramente que solo la práctica de la doctrina del Evangelio, a la que su religión se asemeja estrechamente, puede conducir a la felicidad de la vida eterna».
Aquí, de hecho, abordamos la cuestión crucial del estatus de la verdad. Pues si bien tanto el budismo como el cristianismo insisten firmemente en la necesidad de «buscar la verdad», como un discernimiento necesario entre lo verdadero y lo falso, los cristianos se sienten los custodios de la verdad última. Confieren a la verdad de su mensaje un carácter absoluto, transhistórico e inmutable. Por el contrario, los budistas no se autoproclaman custodios de una verdad divina y establecen una sutil distinción entre la verdad absoluta y la verdad relativa. Admiten que, si la verdad absoluta existe, no es accesible ni en conceptos ni en palabras. En otras palabras, mientras no hayamos alcanzado la Iluminación, mientras estemos limitados por nuestras categorías mentales, solo podemos profesar verdades relativas, una concepción que evoca la de Kant y que hoy se presenta como uno de los principales postulados de la modernidad. Esta concepción, que paradójicamente también sienta las bases del éxito del budismo en Occidente, conduce necesariamente a una actitud misionera mucho más pacífica y, en última instancia, a una cierta comprensión pluralista de las religiones, distinta de la comprensión exclusivista o inclusivista del cristianismo. Más allá de un discurso cortés, esta es la razón por la que el Dalai Lama insiste constantemente a los occidentales en que no deben intentar cambiar de religión y convertirse al budismo. Por el contrario, se considera que el católico cree que la Iglesia es depositaria de la verdad universal última, revelada por Jesucristo, y que debe, como Cristo se comprometió a hacerlo, transmitir esta verdad a todos los hombres. Esta es la razón por la que el Papa sostiene la visión exactamente opuesta del Dalai Lama y fomenta firmemente las misiones a tierras budistas y otras.
Este libro de diálogo entre un lama tibetano y un monje profundamente fiel al magisterio católico refleja esta profunda diferencia, que sin embargo de ninguna manera cuestiona la utilidad y la fecundidad de un intercambio interreligioso que también permita a las religiones confrontar la forma en que se conciben a sí mismas y cómo se relacionan entre sí. De esta confrontación surge una aclaración útil. Corresponde entonces a cada persona situarse en relación con esta divergencia, que es quizás la más radical de todas.