El mundo de las religiones, septiembre-octubre de 2008 —
Como su nombre indica, la Declaración de Derechos Humanos pretende ser universal, es decir, se basa en un fundamento natural y racional que trasciende cualquier consideración cultural particular: independientemente de su lugar de nacimiento, sexo o religión, todos los seres humanos tienen derecho al respeto de su integridad física, a expresar libremente sus creencias, a vivir dignamente, a trabajar, a recibir educación y a recibir atención médica. Este objetivo universalista, nacido en el siglo tras la Ilustración europea, ha llevado a algunos países a expresar serias reservas sobre la universalidad de los derechos humanos durante los últimos veinte años. Se trata principalmente de países de Asia y África que fueron víctimas de la colonización y que equiparan la universalidad de los derechos humanos con una postura colonialista: tras haber impuesto su dominio político y económico, Occidente pretende imponer sus valores al resto del mundo. Estos Estados se basan en la noción de diversidad cultural para defender la idea de un relativismo de los derechos humanos. Estos varían según la tradición o cultura de cada país. Podemos comprender este razonamiento, pero no debemos dejarnos engañar. Conviene terriblemente a las dictaduras y permite la perpetuación de prácticas de dominación de las tradiciones sobre el individuo: dominación de la mujer en mil formas (ablación, muerte por adulterio, tutela paterna o marital), trabajo infantil precoz, prohibición de cambiar de religión, etc. Quienes rechazan la universalidad de los derechos humanos lo han comprendido bien: es precisamente la emancipación del individuo respecto del grupo lo que permite la aplicación de estos derechos. Sin embargo, ¿qué individuo no aspira al respeto de su integridad física y moral? El interés del colectivo no siempre es el del individuo, y es aquí donde está en juego una elección fundamental de civilización.
Por otro lado, es perfectamente legítimo criticar a los gobiernos occidentales por no siempre poner en práctica lo que predican. La legitimidad de los derechos humanos sería infinitamente más sólida si las democracias fueran ejemplares. Sin embargo, por poner solo un ejemplo, el trato que el ejército estadounidense dio a los prisioneros iraquíes o a los de Guantánamo (tortura, ausencia de juicios, violaciones, humillaciones) ha hecho que Occidente pierda todo crédito moral ante muchas poblaciones a las que damos sermones sobre derechos humanos. Se nos critica, y con razón, que Estados Unidos y sus aliados invadieran Irak en nombre de la defensa de valores como la democracia, cuando solo importaban razones económicas. También podemos criticar a nuestras sociedades occidentales actuales por ser excesivamente individualistas. El sentido del bien común ha desaparecido en gran medida, lo que plantea problemas de cohesión social. Pero entre este defecto y el de una sociedad donde el individuo está totalmente sujeto a la autoridad del grupo y la tradición, ¿quién elegiría realmente esta última? El respeto a los derechos humanos fundamentales me parece un logro esencial y su objetivo universal, legítimo. Queda entonces por encontrar una aplicación armoniosa de estos derechos en culturas aún profundamente marcadas por la tradición, en particular la religiosa, lo cual no siempre es fácil. Sin embargo, un análisis más detallado revela que cada cultura posee una base endógena para los derechos humanos, aunque solo sea a través de la famosa regla de oro, escrita por Confucio hace 2500 años e inscrita de una u otra forma en el corazón de todas las civilizaciones de la humanidad: « No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti mismo »