El mundo de las religiones, enero-febrero de 2009 —

Hay menos puntos en común de lo que cabría imaginar entre las diversas religiones del mundo. Sobre todo, está la famosa regla de oro, declinada de mil maneras: no hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti. Hay otra, en flagrante contradicción con este principio, que sorprende por su antigüedad, su permanencia y su cuasi universalidad: el desprecio por la mujer. Como si la mujer fuera un ser humano potencial o fallido, indudablemente inferior al sexo masculino. Los elementos históricos y textuales que aportamos en el dossier de este número para respaldar esta triste observación son elocuentes. ¿Por qué tal desprecio? Los motivos psicológicos son, sin duda, decisivos. Como nos recuerda Michel Cazenave, siguiendo a los pioneros del psicoanálisis, el hombre siente celos del placer femenino y temor por su propio deseo hacia las mujeres. La sexualidad está, sin duda, en el corazón del problema, y los hombres islámicos que solo toleran a las mujeres con velo no tienen nada que envidiar a los Padres de la Iglesia, que veían a las mujeres solo como posibles tentadoras. También existen razones sociohistóricas para esta degradación de la mujer en casi todas las culturas, una degradación a la que las religiones han contribuido decisivamente. El antiquísimo culto a la «gran diosa» da testimonio de una valorización del principio femenino. Los chamanes de las primeras religiones de la humanidad son hombres o mujeres, al igual que los espíritus que veneran, como lo demuestran las sociedades orales que han sobrevivido hasta nuestros días. Pero hace unos milenios, cuando se desarrollaron las ciudades y se formaron los primeros reinos, se hizo evidente la necesidad de organización social y surgió una administración política y religiosa. Sin embargo, fueron los hombres quienes asumieron los roles de gobierno. Los sacerdotes responsables de administrar los cultos se apresuraron a masculinizar el panteón, y los dioses masculinos, al igual que ocurría en la tierra, tomaron el poder en el cielo. Los monoteísmos, a su vez, solo reprodujeron, y a veces incluso amplificaron, este patrón politeísta al otorgar al dios único un rostro exclusivamente masculino. Una gran paradoja de las religiones durante milenios: tan despreciadas, las mujeres son a menudo el verdadero corazón de ellas; Rezan, transmiten y se solidarizan con el sufrimiento ajeno. Hoy en día, las mentalidades están evolucionando gracias a la secularización de las sociedades modernas y a la emancipación de la mujer que esta ha fomentado. Desafortunadamente, ciertas prácticas aterradoras —como las de estas quince adolescentes afganas rociadas recientemente con ácido mientras caminaban hacia su escuela en Kandahar—, así como comentarios de otra época —como los del arzobispo de París: «No basta con tener faldas, también hay que tener ideas en la cabeza»—, demuestran que aún queda un largo camino por recorrer antes de que las tradiciones religiosas finalmente reconozcan a las mujeres como iguales a los hombres y borren de sus doctrinas y prácticas estos rastros centenarios de misoginia.