El Mundo de las Religiones N° 47, mayo-junio de 2011 —

El viento de libertad que sopla en los países árabes en los últimos meses preocupa a las cancillerías occidentales. Traumatizados por la revolución iraní, apoyamos durante décadas dictaduras que se suponía debían ser un baluarte contra el islamismo. Nos importó poco que se violaran los derechos humanos más fundamentales, que no existiera la libertad de expresión, que se encarcelara a los demócratas, que una pequeña casta corrupta saqueara todos los recursos del país para su propio beneficio... Podíamos dormir tranquilos: estos dictadores dóciles nos protegían de la posible toma del poder por islamistas incontrolables. Lo que vemos hoy es que estos pueblos se rebelan porque aspiran, como nosotros, a dos valores que son la base de la dignidad humana: la justicia y la libertad. No fueron ideólogos barbudos quienes lanzaron estas revueltas, sino jóvenes desempleados desesperados, hombres y mujeres cultos e indignados, ciudadanos de todas las clases sociales que exigen el fin de la opresión y la desigualdad. Personas que anhelan vivir en libertad, que los recursos se compartan y distribuyan de forma más justa, que haya justicia y una prensa independiente. Estas personas, a quienes creíamos capaces de vivir solo bajo el puño de hierro de un buen dictador, hoy nos dan una lección ejemplar de democracia. Esperemos que el caos o una toma de poder violenta no apaguen las llamas de la libertad. ¿Y cómo podemos fingir que olvidamos que hace dos siglos hicimos nuestras revoluciones por las mismas razones ?

Sin duda, el islamismo político es veneno. Desde el asesinato de cristianos coptos en Egipto hasta el del gobernador de Punjab a favor de la revisión de la ley de blasfemia en Pakistán, siguen sembrando el terror en nombre de Dios, y debemos luchar con todas nuestras fuerzas contra el crecimiento de este mal. Pero ciertamente no es apoyando dictaduras despiadadas como lo detendremos, sino todo lo contrario. Sabemos que el islamismo se nutre del odio a Occidente, y buena parte de este odio proviene precisamente de este doble discurso que constantemente sostenemos en nombre de la realpolitik : sí a los grandes principios democráticos, no a su aplicación en los países musulmanes para un mejor control. Añadiría que este temor a que los islamistas tomen el poder me parece cada vez menos plausible. No solo porque quienes encabezan las revueltas actuales en Túnez, Egipto o Argelia están muy alejados de los círculos islamistas, sino también porque, aunque los partidos islámicos desempeñen necesariamente un papel importante en el futuro proceso democrático, tienen muy pocas posibilidades de alcanzar la mayoría. E incluso si eso ocurriera, como en Turquía a mediados de los años 90, no es seguro que la población los autorice a instaurar la sharia y los libere de las sanciones electorales. Los pueblos que intentan librarse de largas dictaduras tienen poco deseo de caer bajo el yugo de nuevos déspotas que les arrebatarían su libertad, anhelada y duramente conquistada. Los pueblos árabes han observado muy de cerca la experiencia iraní y son perfectamente conscientes de la tiranía que los ayatolás y mulás ejercen sobre toda la sociedad. No es precisamente en un momento en que los iraníes buscan escapar del cruel experimento teocrático que sus vecinos probablemente sueñen con ello. Por lo tanto, dejemos de lado nuestros miedos y basémonos en cálculos políticos para apoyar con entusiasmo y sin reservas al pueblo que se alza contra sus tiranos.

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