El mundo de las religiones, julio-agosto de 2009 —
Estamos inmersos en una crisis económica de una magnitud excepcional, que debería cuestionar nuestro modelo de desarrollo, basado en el crecimiento permanente de la producción y el consumo. La palabra «crisis» en griego significa «decisión», «juicio» y se refiere a la idea de un momento crucial en el que «hay que decidir». Atravesamos un período crucial en el que es necesario tomar decisiones fundamentales; de lo contrario, el problema solo se agravará, quizás cíclicamente, pero con seguridad.
Como nos recuerdan Jacques Attali y André Comte-Sponville en el fascinante diálogo que nos brindaron, estas decisiones deben ser políticas, empezando por una necesaria saneamiento y una supervisión más eficaz y justa del aberrante sistema financiero en el que vivimos. También pueden afectar más directamente a todos los ciudadanos, reorientando la demanda hacia la compra de bienes más ecológicos e inclusivos. Una salida duradera a la crisis dependerá sin duda de una verdadera determinación para cambiar las reglas del juego financiero y nuestros hábitos de consumo. Pero esto, sin duda, no será suficiente. Son nuestros estilos de vida, basados en el crecimiento constante del consumo, los que deberán cambiar.
Desde la Revolución Industrial, y más aún desde la década de 1960, vivimos en una civilización que hace del consumo el motor del progreso. Este motor no es solo económico, sino también ideológico: progresar significa poseer más. Omnipresente en nuestras vidas, la publicidad no hace más que reafirmar esta creencia en todas sus formas. ¿Podemos ser felices sin tener el coche más nuevo? ¿El último modelo de reproductor de DVD o móvil? ¿Un televisor y un ordenador en cada habitación? Esta ideología casi nunca se cuestiona: mientras sea posible, ¿por qué no? Y la mayoría de las personas del planeta hoy en día miran hacia este modelo occidental, que hace de la posesión, la acumulación y el cambio constante de bienes materiales el sentido último de la existencia. Cuando este modelo se desmorone, cuando el sistema se desbarate; cuando se haga evidente que probablemente no podremos seguir consumiendo indefinidamente a este ritmo frenético, que los recursos del planeta son limitados y que urge compartir; por fin podremos plantearnos las preguntas correctas. Podemos cuestionar el sentido de la economía, el valor del dinero, las condiciones reales del equilibrio de una sociedad y la felicidad individual.
En este sentido, creo que la crisis puede y debe tener un impacto positivo. Puede ayudarnos a reconstruir nuestra civilización, que se ha globalizado por primera vez, basándonos en criterios distintos al dinero y al consumo. Esta crisis no es solo económica y financiera, sino también filosófica y espiritual. Plantea preguntas universales: ¿qué puede considerarse verdadero progreso? ¿Pueden los seres humanos ser felices y vivir en armonía con los demás en una civilización construida enteramente en torno al ideal de la posesión? Probablemente no. El dinero y la adquisición de bienes materiales son solo medios, preciosos por cierto, pero nunca un fin en sí mismos. El deseo de posesión es, por naturaleza, insaciable. Y genera frustración y violencia. Los seres humanos están hechos de tal manera que desean constantemente poseer lo que no tienen, incluso si eso significa arrebatárselo por la fuerza a su prójimo. Sin embargo, una vez cubiertas sus necesidades materiales básicas —alimento, techo y una vida digna—, el hombre necesita adoptar una lógica distinta a la del tener para sentirse satisfecho y ser plenamente humano: la del ser. Debe aprender a conocerse y controlarse, a comprender y respetar el mundo que lo rodea. Debe descubrir cómo amar, cómo convivir con los demás, gestionar sus frustraciones, adquirir serenidad, superar el inevitable sufrimiento de la vida, pero también prepararse para morir con los ojos abiertos. Porque si la existencia es un hecho, vivir es un arte. Un arte que se aprende cuestionando a los sabios y trabajando en uno mismo.