El Mundo de las Religiones N° 42, julio-agosto de 2010 —

Hay motivos para asombrarse, especialmente para un escéptico, por la permanencia de las creencias y prácticas astrológicas en todas las culturas del mundo. Desde las civilizaciones más antiguas, China y Mesopotamia, no ha habido un área cultural significativa que no haya visto florecer la creencia astral. Y si bien se creía moribunda en Occidente desde el siglo XVII y el auge de la astronomía científica, parece haber resurgido de sus cenizas en las últimas décadas en una doble forma: popular (horóscopos de periódico) y cultivada: la psicoastrología de la carta astral, que Edgar Morin no duda en definir como una especie de "nueva ciencia de la materia". En las civilizaciones antiguas, la astronomía y la astrología se confundían: la observación rigurosa de la bóveda celeste (astronomía) permitía predecir los eventos que ocurrían en la Tierra (astrología). Esta correspondencia entre eventos celestes (eclipses, conjunciones planetarias, cometas) y eventos terrestres (hambruna, guerra, muerte del rey) es la base misma de la astrología. Aunque se base en miles de años de observaciones, la astrología no es una ciencia en el sentido moderno del término, ya que su fundamento es indemostrable y su práctica está sujeta a mil interpretaciones. Es, por lo tanto, un conocimiento simbólico que se basa en la creencia de una misteriosa correlación entre el macrocosmos (el cosmos) y el microcosmos (la sociedad, el individuo). En la Antigüedad, su éxito se debió a la necesidad de los imperios de discernir y predecir basándose en un orden superior: el cosmos. Interpretar las señales del cielo permitía comprender las advertencias de los dioses. De una interpretación política y religiosa, la astrología evolucionaría con el paso de los siglos hacia una interpretación más individualizada y secular. En Roma, a principios de nuestra era, se consultaba a un astrólogo para determinar la idoneidad de una operación médica o un proyecto profesional. El resurgimiento moderno de la astrología revela además la necesidad de conocerse a sí mismo a través de una herramienta simbólica, la carta astral, que supuestamente revela el carácter del individuo y las líneas generales de su destino. La creencia religiosa original se desvanece, pero no la del destino, ya que se supone que el individuo nace en el momento preciso en que la bóveda celeste manifestaría sus potencialidades. Esta ley de correspondencia universal, que permite conectar el cosmos con el hombre, es también el sustrato mismo de lo que se denomina esoterismo, una especie de corriente religiosa multifacética, paralela a las grandes religiones, que hunde sus raíces en Occidente en el estoicismo (el alma del mundo), el neoplatonismo y el hermetismo antiguo. La necesidad moderna de conectar con el cosmos participa de este deseo de un "reencantamiento del mundo", propio de la posmodernidad. Cuando la astronomía y la astrología se separaron en el siglo XVII, la mayoría de los pensadores estaban convencidos de que la creencia astrológica desaparecería para siempre, como una superstición de viejas. Una voz disidente fue la de Johannes Kepler, uno de los padres fundadores de la astronomía moderna, quien continuó dibujando cartas astrales, explicando que no se debe buscar una explicación racional de la astrología, sino limitarse a observar su eficacia práctica. Hoy en día, es evidente que la astrología no solo está experimentando un resurgimiento en Occidente, sino que continúa practicándose en la mayoría de las sociedades asiáticas, respondiendo así a una necesidad tan antigua como la humanidad: encontrar sentido y orden en un mundo tan impredecible y aparentemente caótico.

Quisiera agradecer sinceramente a nuestros amigos Emmanuel Leroy Ladurie y Michel Cazenave por todo lo que han aportado a través de sus columnas en nuestro periódico a lo largo de los años. Ceden el testigo a Rémi Brague y Alexandre Jollien, a quienes nos complace dar la bienvenida.

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