El mundo de las religiones, enero-febrero de 2005 —

Editorial

Cuando empecé a trabajar en el sector editorial y de prensa a finales de los ochenta, la religión no interesaba a nadie. Hoy, a través de múltiples formas, invade los medios de comunicación. De hecho, el siglo XXI se inicia con una mayor influencia de los "hechos religiosos" en el devenir del mundo y las sociedades. ¿Por qué? Hoy nos enfrentamos a dos expresiones muy diferentes de la religión: el despertar de la identidad y la necesidad de sentido. El despertar de la identidad concierne a todo el planeta. Surge de la confrontación de culturas, de nuevos conflictos políticos y económicos que movilizan la religión como emblema de identidad de un pueblo, una nación o una civilización. La necesidad de sentido afecta principalmente al Occidente secularizado y desideologizado. Los individuos ultramodernos desconfían de las instituciones religiosas, pretenden ser los legisladores de sus propias vidas, ya no creen en el brillante futuro que prometen la ciencia y la política; sin embargo, siguen enfrentándose a las grandes cuestiones del origen, el sufrimiento y la muerte. Asimismo, necesitan ritos, mitos y símbolos. Esta necesidad de sentido reexamina las grandes tradiciones filosóficas y religiosas de la humanidad: el éxito del budismo y del misticismo, el resurgimiento del esoterismo, el retorno a la sabiduría griega.

El despertar de la religión en sus dos vertientes, identidad y espiritualidad, evoca la doble etimología de la palabra religión: reunirse y conectar. Los seres humanos son animales religiosos porque miran al cielo y cuestionan el enigma de la existencia. Se reúnen para acoger lo sagrado. También son religiosos porque buscan conectar con sus semejantes en un vínculo sagrado basado en la trascendencia. Esta doble dimensión vertical y horizontal de la religión ha existido desde el principio de los tiempos. La religión ha sido uno de los principales catalizadores del nacimiento y desarrollo de las civilizaciones. Ha producido cosas sublimes: la compasión activa de santos y místicos, obras de caridad, las mayores obras maestras artísticas, valores morales universales e incluso el nacimiento de la ciencia. Pero en su forma más radical, siempre ha alimentado y legitimado guerras y masacres. El extremismo religioso también tiene sus dos vertientes. El veneno de la dimensión vertical es el fanatismo dogmático o la irracionalidad delirante. Una especie de patología de la certeza que puede llevar a individuos y sociedades a todos los extremos en nombre de la fe. El veneno de la dimensión horizontal es el comunitarismo racista, una patología de la identidad colectiva. La explosiva mezcla de ambos dio lugar a la caza de brujas, la Inquisición, el asesinato de Yitzhak Rabin y el 11-S.

Ante las amenazas que representan para el planeta, algunos observadores e intelectuales europeos se ven tentados a reducir la religión a sus formas extremistas y condenarla sin más (por ejemplo, islam = islamismo radical). Este es un grave error que amplifica lo que intentamos combatir. Solo lograremos derrotar al extremismo religioso reconociendo también el valor positivo y civilizador de las religiones y aceptando su diversidad; admitiendo que el hombre tiene una necesidad individual y colectiva de lo sagrado y de los símbolos; atacando la raíz de los males que explican el éxito actual de la instrumentalización de la religión por la política: las desigualdades Norte-Sur, la pobreza y la injusticia, el nuevo imperialismo estadounidense, la globalización acelerada, el desprecio por las identidades y costumbres tradicionales... El siglo XXI será lo que hagamos de él. La religión puede ser tanto una herramienta simbólica utilizada en políticas de conquista y destrucción como un catalizador para el desarrollo individual y la paz mundial en la diversidad de culturas.