Revista Psicologías, julio de 2002 —
Desde el fin de los ideales colectivos, ya sean religiosos o políticos, la necesidad de dar sentido a nuestras vidas individuales se ha vuelto cada vez más fuerte. Y por primera vez en la historia, todos tenemos acceso al patrimonio espiritual de la humanidad. Provenimos de tradiciones religiosas y áreas geográficas y culturales extremadamente diversas, pero me impresionan las similitudes que unen las principales corrientes de la espiritualidad. Las respuestas a veces son diferentes, pero las preocupaciones son las mismas, y el énfasis a menudo se centra en los mismos puntos, empezando por la situación existencial del ser humano.
La vida humana encierra un gran desafío: el de la liberación, el conocimiento y la salvación que se deben alcanzar. Sea cual sea la causa (el pecado original en el caso de la Biblia, la ignorancia en el caso de la sabiduría india o griega, etc.), se acepta generalmente que el hombre nace en un estado de incompletitud, que es paradójico, infeliz, dividido en su interior, y que debe esforzarse por alcanzar un estado de plenitud, armonía y unidad interior. Lao Tse nos recordó que «toda contradicción es solo aparente». Se enfatiza entonces que este camino, que conduce de lo insatisfecho a lo realizado, de la ignorancia a la sabiduría, del sufrimiento a la dicha, comienza con la introspección. «Conócete a ti mismo», estaba escrito en el templo de Delfos. «Solo hay una cosa
por hacer: mirar profundamente en tu interior», repetía el místico hindú contemporáneo Ramana Maharshi a sus discípulos.
Otro punto de convergencia se refiere a la forma en que acogemos la vida. Una actitud de aceptación y confianza es necesaria para la paz mental. De nada sirve, por ejemplo, intentar cambiar el curso de los acontecimientos cuando no tenemos control sobre ellos. «No pidas que las cosas sucedan como deseas, sino desea que sucedan como suceden, y serás feliz», escribió el filósofo estoico Epicteto. De igual manera, la necesidad de vivir el momento presente con plena atención se enfatiza en todas partes. No hay necesidad de realizar proezas ascéticas para alcanzar la sabiduría o la santidad: la espiritualidad se encarna en el aquí y ahora, en la forma en que experimentamos las pequeñas cosas de la vida cotidiana. «Dios está en las ollas y sartenes de tu cocina», les dijo Teresa de Ávila a sus hermanas.
También se recuerda que la libertad se conquista. El hombre no nace libre, sino que se vuelve libre mediante un esfuerzo de conocimiento (trabajo de la inteligencia) y autocontrol (esfuerzo de la voluntad). Encontramos por doquier la idea de que el camino espiritual se arraiga en principios morales fundamentales y florece en el amor al prójimo. «Quien tiene compasión posee todas las enseñanzas; quien no la tiene, no posee ninguna», dice un proverbio tibetano.
Se podrían destacar muchas otras similitudes. Sobre todo, recordemos la idea central de todas las espiritualidades y sabidurías del mundo: el hombre está llamado a trabajar en sí mismo, a lograr una transformación de su ser. Tiene plena responsabilidad por esta transformación.
Julio de 2002