Revista Psicologías, julio de 2001 —

Cada verano, decenas de miles de franceses dedican unos días a cuidar de sus almas. Las residencias de los monasterios católicos están abarrotadas —a veces hay que reservar con más de un año de antelación— y los aproximadamente doscientos centros budistas de Francia están al completo.

Esta moda no tiene nada que ver con la moda. El fenómeno ha crecido con los años y refleja, estoy convencido, una necesidad real. Contrariamente a lo que se podría imaginar, una proporción significativa de quienes asisten a estos retiros no son practicantes, ni siquiera creyentes. La necesidad expresada no es necesariamente religiosa. Es más bien la necesidad de dar un paso atrás; de recargarse internamente; de recargar no solo las baterías del cuerpo, sino también las de nuestro ser más profundo. Los filósofos antiguos afirmaban que no se podía filosofar sin un "retorno a uno mismo", que requiere silencio y soledad. "Retírate a ti mismo, y allí encontrarás tu bien", dijo Epicteto.

Esta necesidad de contemplación es aún más acuciante dado que, en nuestras condiciones de vida actuales, el "exterior" ocupa gran parte de nuestro tiempo. Constantemente solicitados por nuestra familia, nuestros amigos, nuestra vida social, nuestro trabajo, nuestras aficiones y la televisión, ¿cuánto tiempo dedicamos cada día a estar a solas con nosotros mismos, en verdadero silencio interior? Sin embargo, este tiempo de renovación diaria es tan necesario para nuestra mente como comer, dormir o respirar lo es para nuestro cuerpo. ¿Por qué? Porque nuestra mente necesita espacio. Demasiado absorta en pensamientos y preocupaciones, sometida a una multitud de estímulos externos, se asfixia. Como resultado, perdemos lucidez, discernimiento y calma interior. Caemos fácilmente presa de nuestras emociones: la más mínima cosa nos enoja, experimentamos ansiedad y miedo, y nos agitamos.

Esta preocupación nos consume y nos impide dormir bien, nuestras relaciones con los demás se deterioran y entramos en la espiral del estrés. Sin embargo, durante siglos, la humanidad ha desarrollado técnicas que permiten a la mente "respirar" y encontrar la calma que necesita. Los fundamentos de la meditación son sencillos. Elija un lugar y un momento propicios para meditar sin interrupciones: una habitación, un jardín, un lugar de oración. La mañana, antes de comenzar sus actividades, es el mejor momento. La postura también es importante. Sentarse, con las piernas cruzadas, posiblemente con un cojín para apoyar los glúteos, es la más adecuada: es cómoda, permite que el cuerpo libere tensiones y, según las tradiciones orientales, promueve la circulación de energías sutiles. Finalmente, debemos permitir que la mente esté "presente" consigo misma. Esto lo logramos dejando fluir los pensamientos, observándolos sin apegarnos a ellos y manteniendo la atención en la respiración. Aunque al principio la mente pueda estar distraída y agitada, gradualmente se alcanza la calma mental y una "presencia consciente", como dicen los budistas, que permite a la mente encontrarse a sí misma y ocupar todo el espacio que necesita. Incluso si solo se dispone de diez o quince minutos al día, es esencial dedicarse a este ejercicio a diario.

Tuve la suerte de aprender a meditar hace unos veinte años, y puedo dar fe del inestimable valor de esos treinta minutos diarios dedicados a desarrollar este espacio interior. Pues es un proceso progresivo mediante el cual, poco a poco, día a día, la fuerza de las emociones perturbadoras disminuye y la paz interior aumenta. Desde este silencio íntimo, los creyentes podrán conectar más intensamente con Dios en la oración, y los budistas podrán meditar más profundamente para permitir que la sabiduría y la luz natural de la mente crezcan. Pero sin llegar a un nivel religioso tan profundo, todos pueden encontrar ya relajación interior y serenidad en esta sencilla práctica diaria. No tiene precio... y es tan gratis como el aire que respiramos.

Julio de 2001