Revista Psicologías, marzo de 2002 —

Miedo, tristeza, alegría, ira, celos... las emociones expresan la riqueza de nuestra personalidad y el color de nuestra sensibilidad. En sí mismas, no son ni buenas ni malas. Un miedo puede salvarnos la vida, y un amor apasionado puede llevarnos a una cruel desilusión. Para participar armoniosamente en el equilibrio de nuestras vidas, nuestras emociones simplemente requieren reconocimiento y ajuste a la realidad. La ira reprimida o el miedo no identificado causan mucho más daño que si estas emociones llegaran a nuestra conciencia. Se trata entonces de observarlas desde cierta distancia, analizar su causa y discernir si su expresión es proporcional a ella.

Todos sabemos que este trabajo de distanciarnos y obtener claridad sobre nuestras propias emociones puede lograrse mediante la psicoterapia. Lo que es menos conocido es que existen técnicas centenarias que también buscan lograr esta consciencia. Desde las escuelas de sabiduría griegas hasta los ejercicios espirituales del misticismo cristiano, incluyendo los métodos desarrollados por maestros taoístas y hermandades musulmanas sufíes, todas las tradiciones espirituales abogan, con distintos énfasis, por el trabajo de reconocer y transformar las emociones, a veces llamadas «pasiones».

La idea central es liberarnos de ellas, es decir, evitar que nos abrumen y determinen nuestras acciones. La meditación o la oración crean el espacio interior que nos permite identificarlas, nombrarlas, distanciarnos de ellas. Si la emoción reconocida se juzga negativa, excesiva, desproporcionada a la causa, no se trata de reprimirla, de negarla, y mucho menos de reprimirla, como, por desgracia, a menudo predican ciertos excesos religiosos moralistas, sino, por el contrario, de transformarla en una emoción positiva para encontrar paz mental y serenidad.

Los lamas tibetanos, que han desarrollado técnicas muy precisas de trabajo emocional, lo llaman «la alquimia de las emociones». Cada emoción es una energía poderosa. Una vez reconocida y transformada, incluso si parece destructiva para uno mismo o para los demás, contribuye al progreso espiritual del ser.

Recuerdo a una mujer de cincuenta años que había sido lastimada por un hombre y que la abrumaban constantemente sentimientos de ira y odio hacia él. Se unió a un grupo de meditación tibetana dirigido por un joven lama francés y trabajó en este problema. Después de algunas sesiones, me contó que había logrado no solo liberarse de estas emociones negativas y encontrar la paz interior, sino también perdonar a este hombre y restablecer una relación más auténtica con él. El veneno se había transformado en un elixir. Y este elixir era aún más poderoso porque el veneno era violento.

Marzo de 2002